2011-03-23

Te puede pasar a ti

Un peatón en apuros.

Escrito por: Iratzar

El semáforo está en rojo, miro a la derecha, oteo a la izquierda, y al poner un pie en el
asfalto, un automóvil aparece de la nada, cortando mi camino.
Quince metros a la izquierda, en perpendicular a la cuesta, que a mi derecha se encuentra,
un paso de cebra vacío y con un semáforo en verde llama mi atención.
Me dirijo raudo y veloz en busca de la acera más cercana, la cual me espera al otro lado.
Este recorrido, normalmente podría hacerlo en menos de un minuto y quince     segundos. Hoy,
tardo casi dos minutos y dieciocho segundos, considerando que el semáforo, se pone en verde cada seis
minutos y cuarenta y ocho segundos. Por lo tanto, la duración del muñequito andante, no llega al minuto y
dieciséis segundos.

Aun así, por gracia del destino, o avería del aparato, por fin consigo llegar, cuando el señor verde
parpadea. Creo que lo he logrado, voy a pasar, pongo un pie en el asfalto y... el señor del semáforo, se
pone rojo. Una legión de coches con enloquecidos conductores al volante, consigue que me replantee
cualquier pensamiento relacionado con acudir a mi cita en la acera de la izquierda; mirada desde mi
derecha. Han pasado 5 minutos y 16 segundos, bien, ahora no puedo fallar. En un minuto y veintidós
segundos habré cumplido mi objetivo. Me preparo, enderezo mi espalda, miro fijamente al hombrecito
rojo y, le digo en voz baja:
- ¡Ahora sí amigo, nada me detendrá! -. Entonces, cuando sólo faltan once segundos escucho
unos cánticos. Que dicen:
- ¡Eguren cabrón trabaja de peón! -vociferan a lo lejos.
Al principio es sólo un murmullo, que crece en intensidad a medida que los once segundos se
van consumiendo. La manifestación llega a mi altura. Deduzco que habrá unas 300 personas. No pierdo la
esperanza y me dirijo con decisión a cumplir mi objetivo; cruzar hacia el otro lado. Pero sólo consigo
avanzar catorce metros y cincuenta centímetros. Desesperado salgo de la marabunta humana y, me dirijo
de nuevo al semáforo donde el hombrecillo de verde me saluda con una sonrisa sarcástica. Calculo que la
multitud tardará dos hombrecillos rojos y, dos hombrecillos verdes, en pasar del todo. Así que me siento
en un banco a esperar pacientemente el paso de la procesión.
Comienza a hacerse de noche. Llevaré más de veinte minutos esperando para pasar. Dejo el
abrigo en un banco cercano, pues comienzo a sentirme sofocado; no se si por la espera, o por el
insoportable calor de las farolas, que poco a poco ganan en intensidad lumínica.
 La Manifestación está a punto de dejar el paso libre.
Me vuelvo a preparar. Se pone el semáforo en verde, no hay impedimentos. Decido que invertiré
mi minuto y dieciséis segundos para realizar con tranquilidad el recorrido. Miro al señor verde fijamente
burlándome de él.
L@s automovilist@s no tienen buena cara; llevan cerca de un cuarto de hora esperando su
oportunidad.
Esta vez decido que no me voy a intimidar por sus brillantes máquinas con ruedas, y, justo
cuando el hombrecito verde me mira parpadeando, caigo en la cuenta de que mi abrigo (el cual acabo de
comprar por dieciocho euros con treinta céntimos) se ha quedado al otro lado.
El hombrecillo, ahora de rojo, sonríe.
Miro al otro lado.
Presiento que si este desaparece, tendré que trabajar para comprarme otro. Por lo menos un día
entero en mi media jornada de reponedor de jabones para mascotas, ya que por cinco euros la hora y
considerando que me desgravan un dos por ciento, no ganaré más de cuatro con ochenta céntimos de euro
por hora. Mientras me indigno, se me acerca un perro pequeño, blanco y peludo (muy mono) que después
de olisquearme un rato decide dejar el fétido olor a orín en mis pantalones.
-¡Mierda! – exclamo con tristeza.
Comienza a chispear, al principio me alegro; el agua acaricia mi rostro suavemente. Poco
después, la caricia da la impresión de ser cubos de agua lanzados desde el cielo por bombarderos
invisibles que deciden hacer diana todos a la vez encima de mi. Estoy empapado.
Parece que el señor de rojo se esta riendo.
 No solo huelo a meada y estoy empapado. Encima sigo al otro lado.
Entonces, decido que puede ser una buena idea ir al paso de peatones de más arriba. Acelero mí
paso, mientras la lluvia se convierte en algo monótono. No siento sus caricias.
Sólo tengo un objetivo. Tengo que recuperar mi abrigo. Me estoy acercando a mi destino y…
¡horror!, no hay señores de colores. Intento tranquilizarme mientras me pregunto: ¿por qué no hay
semáforos?, y ahora que haré. ¡Socorro! coches de la derecha, de la izquierda, ahora se queda vacío.
¿Paso, no paso?, ¿donde está el señor de rojo? Los coches no paran, ¿pongo el pie, no lo pongo? Me
empiezo a enfriar, cae la lluvia con mas fuerza, siento los pies mojados; no, ¡mierda! están encharcados.
Una fría gota se desliza de mi orificio nasal; la aspiro con fuerza. Ya estoy bien mojado. Como un perro
recién salido de una piscina.
Se acabó. Cierro los ojos aprieto los dientes y salgo corriendo en busca de mi preciada posesión.
Dejando la acera atrás. El primer coche lo esquivo saltando por encima del capot cual saltador de vallas
en competición. El segundo me enviste dándome un empellón que me desplaza varios metros. Según
cuentan los testigos di dos saltos mortales, un tirabuzón y ya en el suelo varias volteretas. Si hubiera sido
una competición, los jueces me habrían dado un diez de nota. Pero desgraciadamente no lo era.
 Lo siguiente que recuerdo es despertarme en el hospital con un fuerte dolor de cabeza, varias
contusiones en las extremidades y dos costillas rotas.
Tres semanas después por fin me dan el alta y sabéis lo que me encuentro: un paso de peatones y
un semáforo en rojo.

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